Una de los momentos más felices, cada año, es el de ver a mi hija abriendo sus regalos de Navidad. Por muchos años que pasen, me prometí a mi misma que, nunca, abandonaríamos la magia que nos envolvía cuando era pequeña y bajaba las escaleras a trompicones cuando oía el grito de “Ha llegado Papá Noel!” .
Esos minutos de nerviosismo, mientras destrozaba los envoltorios, y la alegría de sus ojos al ver el contenido que escondían, no ha desaparecido con el paso de los años. Veintiocho años después de su nacimiento, y a pesar de vivir en ciudades distintas desde hace más de diez, me las ingenio cada año para que, en el momento más inesperado para ella, oiga ese mismo grito de “Ha llegado Papá Noel!”. Después, transcurren unos segundos antes de que aparezca dando los mismos saltos, con la misma carita y la misma expectativa de siempre. Ella me sigue la corriente y, sin haberlo expresado nunca verbalmente, nos hemos puesto de acuerdo año tras año, para vivir ese momento con la magia que se merece.
Y es que hay magia, hay ilusión, que nunca debería perderse por muchos años que pasen. De la misma forma que me encantan las películas de Disney que vi con ella, y seguimos viendo juntas alguna tarde de un fin de semana lluvioso, emocionándonos cuando muere la madre de bambi, de la misma forma que lo hacíamos casi treinta años atrás.
La Navidad es como un azote para los remolones de las emociones, es una oportunidad para los que nunca se acuerdan, de poder emocionarse abrazando fuerte a los que queremos, de poder recordarles que no nos olvidamos de ellos, aunque sea sin palabras; la oportunidad para detener el tiempo, unos días, y la maquinaria de nuestra vida diaria.
Cada Navidad es distinta porque crecemos con ella, y llegamos a ella con más pérdidas cada vez. Siempre he pensado que los que seguimos aquí, tenemos la obligación, por los que no pueden estar con nosotros, de vivir intensamente y con ilusión, cada momento de la vida, y este en especial. No es tarea fácil a veces, pero debería ser asignatura obligatoria aprender a conseguirlo.
Ha llegado el momento…. cuando acabe de redactar y enviar este artículo, lanzaré el grito de cada año, y mi “peque” de 28, bajará esa escalera de nuevo pensando que su madre no tiene remedio.
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